datos de las manos que teclean

La llamada

Habiendo abierto el gas y colocado la pava sobre la hornalla, ya pensaba en verter la yerba dentro del mate cuando sonó el teléfono. 
Eran las seis y tres minutos de la mañana de un domingo, es decir, circunstancias poco propicias para revelaciones de cualquier tipo, particularmente para las de orden telefónico. 
La voz del otro lado de la línea –si acaso había una línea y no una espiral infinita, si acaso las cuerdas vocales que articularon las palabras existían realmente en algún otro lado impreciso– verificó su identidad llamándolo por su nombre y apellido. Quería venderle un seguro de vida.
Tenía veinte años y la salud firme como el tronco de un ombú, situación que contribuía a enfatizar la intrascendencia del ofrecimiento. A los veinte años uno es inmortal e invulnerable por razones de casuística. 
Juan no estaba interesado en adquirir el servicio, pero la mujer, que insistía, parecía empecinada en desplegar sus argumentos.
No era un seguro de vida tradicional. No se trataba del pago de una suma económica a quien lo sobreviviera en caso de un accidente automovilístico o una patinada en la ducha. El carácter extraordinario de la prestación a su alcance consistía en garantizar que la vida del asegurado siguiera su curso inmune a cualquier tipo de incidente que pudiera desbarrancarla hacia la muerte.
Tras casi media hora de conversación, Juan intuye, ya ligeramente mareado, que la irrupción de lo maravilloso en el orden cotidiano reviste formas curiosas, que no sólo ocurre cuando alguien decide marcar números al azar en un teléfono para ofrecerle a quien responda la memoria de un escritor inglés muerto, que también puede acaecer cuando una llamada interrumpe a quien coloca los espaguetis en la olla y una voz japonesa surge de la nada pidiendo diez minutos de tiempo. 
Pero luego, ya más que ligeramente mareado, Juan también recuerda que él vive en Anzoategui, provincia de La Pampa, que es domingo, que ya son casi las seis y media de la mañana, y que nada extraordinario puede suceder dentro de la cocina de dos metros cuadrados por tres en la que apenas entra la mesa y el teléfono público del puesto de la estancia.
De manera que, pese a la insistencia de la voz al otro lado de la línea –si acaso había una línea y no una espiral infinita, si acaso las cuerdas vocales que articularon las palabras existían realmente en algún otro lado impreciso–, Juan rechaza el ofrecimiento, enciende un cigarrillo y vuela por los aires, en medio de la explosión.

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dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.